Metamorfosis, según la Real Academía de la Lengua Española, es una "transformación de algo en otra cosa".
Mitológicamente, la metamorfosis es un recurso muy utilizado. Las historias de transformaciones de personas y dioses en animales o plantas conforman una gran cantidad de mitos. La mayoría están recogidos en la famosa obra "Las Metamorfosis" de Ovidio, gracias al cual han podido llegar a nuestros días estas maravillosas historias.
La historia de la que yo voy a hablar aquí tiene como protagonistas a Dafne y a Apolo. Todo empieza cuando Apolo se burla de Eros metiéndose con su puntería al disparar flechas, y él como venganza, lanza dos: una con la punta dorada (la que hace que las personas se enamoren), que se clava en el mismo corazón de Apolo; la otra con la punta de plomo, (que hace que las personas rechacen el amor), que se clavó en el corazón de Dafne. Apolo, perdidamente enamorado de Dafne, la persigue por el bosque, pero ésta, movida a causa de la flecha de plomo, le rechaza y reza al dios Peneo para que la metamorfosee, y de esta manera librarse de su cuerpo. Así es como acaba convertida en laurel, y Apolo, entristecido, hace de éste su árbol representativo.
Mitológicamente, la metamorfosis es un recurso muy utilizado. Las historias de transformaciones de personas y dioses en animales o plantas conforman una gran cantidad de mitos. La mayoría están recogidos en la famosa obra "Las Metamorfosis" de Ovidio, gracias al cual han podido llegar a nuestros días estas maravillosas historias.
La historia de la que yo voy a hablar aquí tiene como protagonistas a Dafne y a Apolo. Todo empieza cuando Apolo se burla de Eros metiéndose con su puntería al disparar flechas, y él como venganza, lanza dos: una con la punta dorada (la que hace que las personas se enamoren), que se clava en el mismo corazón de Apolo; la otra con la punta de plomo, (que hace que las personas rechacen el amor), que se clavó en el corazón de Dafne. Apolo, perdidamente enamorado de Dafne, la persigue por el bosque, pero ésta, movida a causa de la flecha de plomo, le rechaza y reza al dios Peneo para que la metamorfosee, y de esta manera librarse de su cuerpo. Así es como acaba convertida en laurel, y Apolo, entristecido, hace de éste su árbol representativo.
Esta famosa escultura, de Lorenzo Bernini, representa la transformación de Dafne en laurel. Es de estilo barroco y fue esculpida entre 1621 y 1624. Esta estatua está hecha a tamaño real y está expuesta en la Galería Borghese en Roma.
Aquí dejo una historía un poco versionada de este mito, narrada por la misma Dafne:
Empecé a pasear por el camino que llevaba al lago, mientras me anudaba la cinta a la cabeza. El lago era el único sitio en el que realmente conseguía relajarme. Había vuelto a discutir con mi padre, el gran río Peneo, a causa de mi decisión. Siempre era igual. No aprobaba que me hubiera confinado en los bosques para guardarme de todos mis pretendientes. Me hastiaban. Sus atenciones me agobiaban y acababa por sentirme encerrada y tenía miedo. Sobre todo tenía mucho miedo.
Pero no fue hasta después de aquel extraño pinchazo, algo que sentí muy hondo en mi corazón, cuando decidí huir de todos aquellos hombres que admiraban mi belleza y guardar celosamente mi virginidad, igual que habían hecho otras deidades antes que yo.
No me consideraba importante por todas aquellas atenciones, al contrario. Me abrumaban, y pensaba que no necesitaba tantas. Además, todo aquello provocaba en mí un sentimiento de malestar, casi de culpa y creía que nunca podría amar. Pero entonces, cuando mi corazón se encogió, fue cuando supe que realmente sería así: ningún hombre podía ser amado por mí. Por eso supe que no podría seguir viendo a mis pretendientes, uno tras otro, intentando ganarse mis favores.
Por eso tomé aquella decisión. Pero mi padre siempre me lo reprochaba. Yo observaba con ternura como su preocupación por mí le hacía enfadarse hasta esos extremos. Decía “Me debes un yerno” o “Me gustaría tener nietos”. Sólo con decir eso, conseguía sacarme los colores. Para mí, la libertad que me brindaban los bosques y la naturaleza eran sagrados, y no iba a estropear su pureza, ni a sacrificar la mía ni siquiera por mi padre. Hubo una época en la que estuve dispuesta a hacerlo, pero ahora no.
Por eso, cada vez que discutíamos solía acercarme a él y rodeándole el cuello le susurraba: “Permíteme, amado padre, gozar de mi virginidad, como también otros padres les han permitido hacer a sus hijas”, le daba un beso en la mejilla y me marchaba de allí habiéndole dejado con una sonrisa. Sabía que esas palabras le dolían, pero a aquellas alturas ya no podía concebir para mí la vida conyugal. La misma discusión de siempre, y aunque solía conseguir calmarle, me malhumoraba y me entristecía por igual que no acabara de respetar mi decisión.
Mientras caminaba podía sentir en los árboles, en la energía que me rodeaba, que los problemas amorosos nunca me abandonarían. Siempre estaría ligada a ellos por la belleza que los demás descubrían en mí y tal vez eso fuera lo que más temía de ellos: nunca serían algo estable. Por eso prefería estar en compañía de los árboles.
Suspiré y acaricié la corteza del árbol que me quedaba más cerca. Entonces un escalofrío me hizo estremecer.
Por eso, cuando lo vi parado frente a mí en medio del camino, supe que todo iría mal. Enfrente de mí se encontraba nada menos que Apolo, que me miraba de una forma extraña. Extraña para mí, que en un primer momento no supe lo que significaba. Él observaba todos mis movimientos, mis pasos gráciles, el ligero movimiento de mis brazos, el ondear de mi pelo a causa del viento…
Mi primera reacción fue de pánico. ¿Qué querría tal divinidad de mí? Pero después… Después, aunque sólo fue un instante, sentí algo. Algo que, como su mirada, al principio no reconocí. No obstante, enseguida el pánico volvió y el temor a ser pretendida de nuevo me invadió. Sin embargo lo sentí como algo lejano, algo que no era realmente mío… Pero el miedo fue más grande que la curiosidad, y me encontré a mí misma corriendo, huyendo de aquella mirada que había logrado reconocer: amor, obsesión.
Él me siguió y con su profunda voz dijo:
– Dafne, hija de Peneo, no huyas de mí, que no te quiero ningún mal. Al contrario, es amor lo que me hace seguirte…– y eso fue lo peor que pudo haber dicho: incluso en mi bosque, mi espacio personal, el único sitio que me ofrecía paz había sido invadido por alguien que me “amaba”.-…Para, pues tengo miedo de que caigas y tus delicados brazos y piernas acaben heridos…-seguí corriendo, con todas mis fuerzas.- Tú no sabes quién soy, y por eso me huyes. No soy un pastor, ni un comerciante, ni un pobre desdichado de ciudad. Yo soy aquél a quien rinden adoración en Delfos, soy… - “Ya lo sé, ya lo sé, ¡Ya lo sé!” quise gritar en ese momento. Pero guardé mis fuerzas para seguir corriendo.-…Apolo.
Un dios persiguiéndome por el bosque, porque me amaba, y mi corazón que ansiaba ser libre más que nada, no sabía cómo afrontarlo. Un pequeño pinchazo en el pecho me hizo dudar y estuve tentada a pararme. Pero corrí y corrí por el bosque hasta que se agotaron todas mis fuerzas.
Entre entonces en un claro donde había una pequeña charca y me dejé caer junto al agua. Entonces supe que no tendría escapatoria. Me giré y observé como Apolo decía cosas que mis oídos ya no escuchaban. Me sentía lejos de mi propio cuerpo y de mi propia voz incluso cuando invoqué a mi padre: “Padre, te suplico que me ayudes, pues sobradamente sé que puedes. Transfórmame en algo que me quite de esta forma y este cuerpo que ha sido mi desgracia.”
En ese momento un calambre me recorrió. Pude sentir cómo mis pies se hacían uno con el suelo, mis brazos se estiraban y se quedaban rígidos, mi pelo se transformaba en hojas verdes. Pude sentir como mi sangre se volvía más densa y mi piel se resquebrajaba y se convertía en corteza. Pude sentir como mi cuerpo se quedaba estático y cómo mis sentidos iban desapareciendo.
Era el último momento y pude sentir cómo unos brazos, tan cálidos como el mismo Sol, me rodeaban y no pude evitar, girando lentamente la cabeza, que una lágrima resinosa cayera por lo poco que quedaba de mi rostro y quedara seca en mi corteza, y entonces, justo en aquel instante, creí sentir que se encogía mi corazón.
Pero no fue hasta después de aquel extraño pinchazo, algo que sentí muy hondo en mi corazón, cuando decidí huir de todos aquellos hombres que admiraban mi belleza y guardar celosamente mi virginidad, igual que habían hecho otras deidades antes que yo.
No me consideraba importante por todas aquellas atenciones, al contrario. Me abrumaban, y pensaba que no necesitaba tantas. Además, todo aquello provocaba en mí un sentimiento de malestar, casi de culpa y creía que nunca podría amar. Pero entonces, cuando mi corazón se encogió, fue cuando supe que realmente sería así: ningún hombre podía ser amado por mí. Por eso supe que no podría seguir viendo a mis pretendientes, uno tras otro, intentando ganarse mis favores.
Por eso tomé aquella decisión. Pero mi padre siempre me lo reprochaba. Yo observaba con ternura como su preocupación por mí le hacía enfadarse hasta esos extremos. Decía “Me debes un yerno” o “Me gustaría tener nietos”. Sólo con decir eso, conseguía sacarme los colores. Para mí, la libertad que me brindaban los bosques y la naturaleza eran sagrados, y no iba a estropear su pureza, ni a sacrificar la mía ni siquiera por mi padre. Hubo una época en la que estuve dispuesta a hacerlo, pero ahora no.
Por eso, cada vez que discutíamos solía acercarme a él y rodeándole el cuello le susurraba: “Permíteme, amado padre, gozar de mi virginidad, como también otros padres les han permitido hacer a sus hijas”, le daba un beso en la mejilla y me marchaba de allí habiéndole dejado con una sonrisa. Sabía que esas palabras le dolían, pero a aquellas alturas ya no podía concebir para mí la vida conyugal. La misma discusión de siempre, y aunque solía conseguir calmarle, me malhumoraba y me entristecía por igual que no acabara de respetar mi decisión.
Mientras caminaba podía sentir en los árboles, en la energía que me rodeaba, que los problemas amorosos nunca me abandonarían. Siempre estaría ligada a ellos por la belleza que los demás descubrían en mí y tal vez eso fuera lo que más temía de ellos: nunca serían algo estable. Por eso prefería estar en compañía de los árboles.
Suspiré y acaricié la corteza del árbol que me quedaba más cerca. Entonces un escalofrío me hizo estremecer.
Por eso, cuando lo vi parado frente a mí en medio del camino, supe que todo iría mal. Enfrente de mí se encontraba nada menos que Apolo, que me miraba de una forma extraña. Extraña para mí, que en un primer momento no supe lo que significaba. Él observaba todos mis movimientos, mis pasos gráciles, el ligero movimiento de mis brazos, el ondear de mi pelo a causa del viento…
Mi primera reacción fue de pánico. ¿Qué querría tal divinidad de mí? Pero después… Después, aunque sólo fue un instante, sentí algo. Algo que, como su mirada, al principio no reconocí. No obstante, enseguida el pánico volvió y el temor a ser pretendida de nuevo me invadió. Sin embargo lo sentí como algo lejano, algo que no era realmente mío… Pero el miedo fue más grande que la curiosidad, y me encontré a mí misma corriendo, huyendo de aquella mirada que había logrado reconocer: amor, obsesión.
Él me siguió y con su profunda voz dijo:
– Dafne, hija de Peneo, no huyas de mí, que no te quiero ningún mal. Al contrario, es amor lo que me hace seguirte…– y eso fue lo peor que pudo haber dicho: incluso en mi bosque, mi espacio personal, el único sitio que me ofrecía paz había sido invadido por alguien que me “amaba”.-…Para, pues tengo miedo de que caigas y tus delicados brazos y piernas acaben heridos…-seguí corriendo, con todas mis fuerzas.- Tú no sabes quién soy, y por eso me huyes. No soy un pastor, ni un comerciante, ni un pobre desdichado de ciudad. Yo soy aquél a quien rinden adoración en Delfos, soy… - “Ya lo sé, ya lo sé, ¡Ya lo sé!” quise gritar en ese momento. Pero guardé mis fuerzas para seguir corriendo.-…Apolo.
Un dios persiguiéndome por el bosque, porque me amaba, y mi corazón que ansiaba ser libre más que nada, no sabía cómo afrontarlo. Un pequeño pinchazo en el pecho me hizo dudar y estuve tentada a pararme. Pero corrí y corrí por el bosque hasta que se agotaron todas mis fuerzas.
Entre entonces en un claro donde había una pequeña charca y me dejé caer junto al agua. Entonces supe que no tendría escapatoria. Me giré y observé como Apolo decía cosas que mis oídos ya no escuchaban. Me sentía lejos de mi propio cuerpo y de mi propia voz incluso cuando invoqué a mi padre: “Padre, te suplico que me ayudes, pues sobradamente sé que puedes. Transfórmame en algo que me quite de esta forma y este cuerpo que ha sido mi desgracia.”
En ese momento un calambre me recorrió. Pude sentir cómo mis pies se hacían uno con el suelo, mis brazos se estiraban y se quedaban rígidos, mi pelo se transformaba en hojas verdes. Pude sentir como mi sangre se volvía más densa y mi piel se resquebrajaba y se convertía en corteza. Pude sentir como mi cuerpo se quedaba estático y cómo mis sentidos iban desapareciendo.
Era el último momento y pude sentir cómo unos brazos, tan cálidos como el mismo Sol, me rodeaban y no pude evitar, girando lentamente la cabeza, que una lágrima resinosa cayera por lo poco que quedaba de mi rostro y quedara seca en mi corteza, y entonces, justo en aquel instante, creí sentir que se encogía mi corazón.
Foto: Planta de laurel.
2 comentarios:
¡Me encanta cómo escribes! Lo sabes. Está genial la historia aunque me ha parecido un poco extensa. Pero me ha gustado mucho el trabajo que has hecho.
Buen trabajo, Mar. Muy buena versión del mito.
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